«C'est une chose étrange à la fin que le monde
Un jour je m'en irai sans en avoir tout dit
Ces moments de bonheur ces midis d'incendie
La nuit immense et noire aux déchirures blondes».
Louis Aragon
Es un día cualquiera y es un día distinto. Como todos, igual que ayer,
bastante parecido a mañana. El sol de invierno avanza la primavera, una brisa
recorre el camino de vuelta. El mismo que por las mañanas, cuando todo empieza
y aún nada salvo la noche ha acabado, apenas transitan unas cuantas personas.
Ahora hay más, las que salen del trabajo y llegan a casa, turistas que miran y
compran, estudiantes de dos en dos. Hace bueno y la música acompaña. Apoyo la
cabeza y veo pasar barrios enteros, cientos de casas, bloques, ventanas, altas,
bajas, más gente. Casi todo lo compartimos, aunque no queramos. Yo soy el que
espera al tren cansado, la que habla por teléfono fumando y también la que ríe;
soy el bebé que hoy ha nacido y el que un día se irá sin haberlo dicho todo. Yo
soy el que sufre sus contradicciones.
Tengo muy claro, sin embargo, lo que no quiero ser e inevitablemente soy,
porque todos lo somos de algún modo, porque todos somos un poco todos; conozco
lo que reprobamos y nos asquea pero a pesar de todo hacemos. O lo que dejamos de
hacer. Lo que nos atormenta. Todas las vidas se parecen. Tan solo hay que mirar
y comprobarlo.
De acuerdo con una leyenda olvidada, la tarde del 12 de abril de 1807
Chateaubriand entró en la Alhambra. Había pasado meses deambulando frenético
por el Mediterráneo: partiendo desde Venecia visitó las ruinas de todos los
imperios que algún día recorrieron las costas del gran mar turbulento; atravesó
el Peloponeso y conoció Esparta; dando un rodeo llegó incluso hasta Jerusalén.
Durante los ocho meses de travesía, de tempestades en medio de las olas y de
noches de estrellas, su mente sólo mantuvo una idea, un pensamiento, una
obsesión: llegar hasta Natalie de Noailles. Sentado frente a la Acrópolis de
Atenas, rezando arrodillado a Dios en el Monte de los Olivos, caminando por
Egipto, el escritor, el enemigo más intelectual y respetado del Emperador, el
adúltero reincidente, el aventurero, el genio, entregado a la más cautiva de
las locuras, Chateaubriand no fue capaz de pensar en otra cosa. Cuando al fin penetró las
murallas de la fortaleza roja su corazón latía desbocado. No veía nada. No
había rastro alguno de los edificios centenarios, de los príncipes y de los reyes
nazaríes, de Carlos V. Los palacios, los arcos, los balcones habían
desaparecido o se confundían con los árboles y el agua, con la tierra del suelo,
con los jardines. Avanzaba, corría, estaba vivo. Vive hoy. Cumpliendo las
indicaciones de su secretario se detuvo en el Patio de los Leones, donde ella
había prometido esperar todos los días, pintando, su llegada. Únicamente el
sonido del agua de las fuentes rompe su silencio. No se precipita. En el
momento en que el sol se pone, entre el olor a naranjo y bajo la sombra de los limoneros,
admirado, contempla disfrutando el último instante de espera.
Una chica y un chico sentados a una mesa frente a mí. Hay un bocadillo a
medio comer en un plato. Ella se inclina hacia el chico y coloca los codos
encima de la mesa. Gira la cabeza mirando a su izquierda, donde está él, que
habla. Con qué fascinación, con qué rotundidad escucha lo que le está contando.
No, no es a él a quien mira, él no existe, no ahí, con su bocadillo y mal
peinado, pero a quién si no a él. Porque es a él, no a mí, que me pregunto si
es consciente de la admiración que atrae, que asisto al espectáculo desde fuera.
Ella distingue el infinito en un punto, tan móvil, tan imperfecto. Por eso,
precisamente por eso, sus ojos expresan ese ardor inmortal. Él es el recuerdo
de una tarde que pasa. Sigue hablando y cuenta, después muerde el bocadillo y
lo deja y vuelve a hablar. No escucho sus palabras, no sé cómo es la voz que
ella desea. Poco a poco él se acerca. Se aleja, se echa para atrás y levanta la
cabeza. Ella se sujeta la suya con las
manos. Nada cambia. Es el tiempo, la belleza. Quién sabe, predecirlo es imposible, pero acaso
en algún momento, puede que la semana que viene o quizás esta noche, él
descubra esos ojos azules que desesperan y que sólo a él se dedican. Entonces se
encontrará de frente con la lucidez desquiciada de su inteligencia. Imaginará
ese rostro irrenunciable. Admirará esa mirada llena de coraje que nada contradice. O quizás, a pesar
de todo, nunca lo haga. Pero entonces jamás comprenderá que ella ya le ha
regalado existir para siempre.